Los nombres del paisaje

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Por Alejandro Díez González. Artículo original en La Senda del Hayedo e iLeon.com

Muchas veces, cuando visitamos un pueblo o a cualquier lugar medianamente habitado por el hombre durante la historia, y preguntamos acerca de una fuente, de un camino o simplemente conversamos con algún habitante sobre algún tema relacionado con el pueblo, surgen inmediatamente los “nombres”, las denominaciones que el ser humano ha dado durante siglos a un determinado espacio físico de su entorno. Estamos hablando de la toponimia.

La toponimia en León y el noroeste peninsular en general, es particularmente compleja, atractiva y numerosa. Venimos de una tierra y una cultura estrechamente ligada a la naturaleza, de unas aldeas engullidas por la montaña o el bosque y de una forma de vida enlazada con los oficios de pastor y labrador, donde es preciso conocer al detalle cada palma de terreno, siendo este, un deber más para el trabajador. Así ocurre en la provincia de León, noroeste de Zamora, Asturias, Cantabria y toda Galicia, donde los topónimos se asemejan y se emparentan de manera significativa.

El río, el bosque, la peña… han formado parte del día a día de miles de personas durante la historia y en menor medida siguen formándolo allá donde los centros comerciales aún no han llegado.

Es por ello por lo que nace la toponimia, el nombre de los lugares, de las cosas que nos rodean, para diferenciar muchas veces con tremenda exactitud a quien pertenece un determinado prado, un determinado castaño o simplemente para saber donde hay que ir a buscar una oveja descarriada.

La toponimia en León va unida a la utilidad del día a día. La mayor parte de los nombres son creados para su uso cotidiano en las labores tradicionales de caza, pesca, pastoreo y agricultura. Otros, sin embargo, han nacido por ese afán tan humano de conocer y comprender la naturaleza. Y por último habría que citar otros topónimos creados a través de una raíz mitológica, supersticiosa, legendaria… o simplemente por mera casualidad.

Braña de La Seita

En el caso concreto de León, un fuerte sustrato lingüistico condiciona todos los nombres de la cosas, es la vieja raíz asturleonesa, una lengua que si bien ha caído fuertemente en desuso en este último siglo, aún se conserva con cierta viguereza en muchas comarcas de León y en la mayor parte de Asturias. Es concretamente en la toponimia donde el castellano aún no ha podido desbancar al antiguo romance leonés.

No hay pueblo en la provincia de León donde alguno de sus topónimos no esté escrito en la lengua asturleonesa. Incluso según nos vamos acercando a la sierra de Ancares y los valles de Valcarce y Selmo, existe una atractiva mezcolanza de topónimos plenamente gallegos con leoneses, dando formas tan originales como llamar “Muín” al molino, siendo la palabra gallega “Moiño” y la leonesa “Mulín” (recogido en Balboa).

Tenemos por un lado zonas nucleares donde el 100% de la toponimia está en la lengua original. Este es el caso, por ejemplo, de Laciana, Alto Sil o La Cabreira. Solo es necesario observar un mapa cartográfico donde aparezcan detallados los nombres de los lugares para darnos cuenta que esa lengua no está escrita en castellano. Pero más interesante quizás es preguntar a sus habitantes, puesto que la manera de pronunciar algunas palabras (estamos hablando de la famosa “ts” vaqueira de Tsaciana) puede confundir al entrevistador. Pongamos algunos ejemplos: “El cutsau las Zreizales”, en Orallo (Villablino), no viene a significar sino el collado de los cerezos. O, por ejemplo, “El pozo Tsao”, en Montrondo (Murias de Paredes).

En el primer topónimo encontramos tres elementos básicos de esta región. Uno es la manera de pronunciar la doble L en un sonido que se asemeja a “ts”: Cutsau, Tsaguna, Tsobu (collado, laguna, lobo). Por otro lado la costumbre de denominar a los árboles en femenino. En ningún lugar de esta región encontraremos: Los Castaños, Los Cerezos, Los abedules o Los Nogales. Si veremos por el contrario un inmenso número de topónimos que hablan de: La Castañal, La Cereixal o Zreizal, La Bidulina, La Fayona, La Peral, La Nogalona… Todos los árboles capaces de dar algún tipo de fruto se denominan en femenino, quizás en relación con la fertilidad que guarda el sexo femenino siempre en todos los seres vivos. Y por último, la manera de llamar “Zreizal” a los cerezos, es simplemente, muy interesante.

En el otro topónimo, el Pozo Llao o Tsao, nos encontramos con un caso que ocurre en prácticamente toda la montaña leonesa cuando se habla de lagos y lagunas. Llao o Tsao no viene a significar sino “lago”. En primer lugar encontramos una palatización de la L que en esta región dominada por el dialecto “patsuezu” se suele pronunciar con el sonido “ts”. En segundo lugar, el tsagu pierde esa “g” intervocálica para quedar simplemente en “tsau”. Mera economía del lenguaje. Lo que hace curioso a este topónimo y, como digo, a la mayoría de los topónimos leoneses referidos a lagos y lagunas, es que se llama Pozo Llao, que es como decir, Pozo pozo, o Lago lago. Es decir, decir dos veces el mismo nombre. Lo mismo ocurre a pocos quilómetros de este bello lugar situado en las faldas del Pico Tambarón, exactamente en Riolago de Babia, donde se encuentra un laguín llamado Lago del Tsao. No creo que sea necesario más explicaciones.

Cambiando de región y desviándonos varios quilómetros al Este, llegamos a una de las zonas de León menos influenciadas por el latín y por ende por la cultura romana: Riaño, cuna del pueblo vadiniense, antigua tribu cántabra. Aquí, en Riaño, en Sajambre, en Valdeón, en Liébana… la toponimia ya no guarda tanta relación con la gran madre latina, cosa que si hace perfectamente en el Alto Sil aunque los nombres sean de difícil pronunciación. Aquí, por el contrario, un fuerte sustrato astur-cántabro persiste en los nombres. Muchos autores lo emparentan con el actual euskera. Como no soy filólogo no voy a entrar en este debate y tan solo mostraré un par de topónimos a modo de ejemplo.

Por un lado contamos con los habituales topónimos esparcidos por toda la geografía leonesa, como pueden ser: L´abeseo (lugar de sombra), la Llera (canchal de piedras), el Llamargo (prado mojado)… y por otro nombres de difícil origen: Carande, Besande, Bachende, Remelende, Vicicuende, Valcuende… una terminación en el grupo –nde que se repite por toda esta región de manera significativa y que aún hoy no se sabe a ciencia cierta su traducción. El mismo río que vertebra esta montaña (y parte de esta provincia), el Esla, deriva de “Astura”, nombre que los romanos dieron a esta enorme masa de agua pero que según Don Antonio Valbuena lo toman de un nombre indígena el cual está hoy desaparecido y que puede significar Río Frondoso, con árboles, si a este le relacionamos con el vascuence, puesto que Ura/Ur significa agua y Ast es árbol.

Pero abandonemos esta “divertida” investigación y volvamos a los nombres de las cosas, que normalmente tienen un fácil significado. ¿Quién pone los nombres, quienes fueron sus autores y cuando? Este es otro tema que a mí siempre me ha fascinado. Desde que eres pequeño, quienes tenemos pueblos, nos van enseñando poco a poco nuestros padres y abuelos los nombres de los lugares: Esta es la peña del Gilbo, esta la Peña del Yordas… O este es el río Sil, este el río Pedroso y aquella es la fuente de la Urz. No hay metro que no se escape a la mano del hombre. No hay pico o palmo de agua por pequeño que sea que no tenga un nombre. Lo más fascinante, como digo, es la tradición y la memoria de las gentes de los pueblos de saber traspasar este perfecto conocimiento del terreno a sus descendientes, siglo tras siglo, generación tras generación, siendo un hecho cuanto menos asombroso puesto que no es hasta el siglo XX cuando comienzan los primeros mapas toponímicos.

Ningún nombre está puesto al azar, todo guarda relación con el terreno. Así por ejemplo si se pone a un lugar “La Ferviencia”, sabremos que allí hay una cascada, porque el agua parece ferver cuando golpea contra el suelo. Si por el contrario se llama “El Faedo”, sabremos que se refiere a un bosque de hayas. O por si el contrario alguien nos dice que un barrio del pueblo se llama “L´oteiro” o “El castro”, sabremos que lo más seguro es que nos toque subir para visitarlo, pues estará en lo más alto del pueblo y seguramente situado sobre un antiguo asentamiento celta.

Hay también topónimos preciosos en relación con la mitología y los animales. Así encontramos “La Jana”, “La Xanas”… en muchos pueblos, significando esta palabra Hada o Diosa del agua. O el Furacón de los Mouros, en Librán, donde se piensa que habitan seres con poderes sobrenaturales. Otros por el contrario son más temerosos, como La Fuente del Infierno, donde nace el río Sella. Los Picos del Diablo, en Horcadas. O la Collada de los Muertos, en Boñar.

En cuanto a animales, la lista es infinita. Abunda la fama que el Oso Pardo ha tenido en nuestras tierras, así por ejemplo tenemos El Cueto L´Osu, en Palacios del Sil. Vallosero, en el puerto de Pandetrave. Ruidosos, en Puebla de Lillo (topónimo que no significa abundancia en ruido, sino “río de los osos”. Pero también hay consonancia con otros animales, como Brañagayones, en Caso (Asturias), que guarda relación con un lugar ganadero frecuentado por el Urogallo. La Caravieya, en Salio (la lechuza o el cárabo). La Raposera, en Carande. O el Montigüeiru, en Torre de Babia, un nombre precioso que significa el Monte-Yegüero.

Espero que os haya entrado el gusanillo de conocer, reflexionar y transmitir este importante patrimonio inmaterial cultural que tenemos en nuestra tierra y que hace que nuestros montes y pueblos sigan vivos, animados. Porque detrás de cada nombre suele haber una historia llena de personajes, vivencias y curiosidades. Tan solo es necesario saber leer y escuchar la naturaleza y el paisaje.

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