«Había un bosque sagrado, jamás profanado desde remotos tiempos, que con sus ramas entrelazadas encerraba un espacio tenebroso y unas gélidas sombras en cuyas profundidades no penetraba el Sol. Este bosque no lo ocupaban los Panes, habitantes de los campos, ni los Silvanos, señores de los bosques, ni las ninfas, sino los santuarios de unos dioses de bárbaros ritos: aras construidas para siniestros altares y todos los árboles purificados con sangre humana […] No lo frecuentan las gentes arrimándose para celebrar cultos, sino que se lo han dejado a los dioses. Tanto si está Febo en medio del firmamento como si ocupa el cielo la noche sombría, el propio sacerdote tiene pavor a acercarse y teme toparse de repente con el señor del bosque» M. ANNEO LUCANO, Farsalia III