Carlos González-Antón Álvarez . La Crónica 16 de León, 1998.
En todas las comarcas de León, la institución de los Concejos ha sido protagonista de la historia de sus pueblos, que se basaron en este sistema de organización y de toma de decisiones, no sólo por ser el tradicional —y en el que les educaron sus padres— sino por ser el que mejor se acomodaba a la economía rural y la forma de pensar de los habitantes de nuestros aldeas. Los historiadores han coincidido en señalar el sistema concejil como uno de los rasgos distintivos del acervo cultural del campo leonés, remontándose sus orígenes a la Edad Media. Con las vicisitudes propias de una institución que ha evolucionado a lo largo de siglos, la administración pública de los pueblos, hoy denominados Entidades locales menores —¡como si no hubieran alcanzado ya su mayoría de edad!— no puede ser abordada de una forma nostálgica añorando una democracia natural que no es claro que persistiera durante todas las edades de nuestro solar leonés. No es momento de desempolvar añejas ordenanzas reguladoras de actividades hoy olvidadas en rincones donde se apolillan arados, yugos y cerandas, que seguro reposarían más honrosamente en el museo etnográfico comarcal. No obstante la ineludible realidad de nuestro mundo rural, lo que no nos podemos permitir es arrumbar en el mismo sótano de los trillos y manales las Juntas Vecinales o, lo que es lo mismo, la existencia independiente de los pueblos de los municipios de León.
No hace falta ser lector asiduo de la prensa provincial para comprobar cómo existen frecuentes tensiones entre los Ayuntamientos y las Juntas Vecinales, entre los intereses de la capital del municipio y los legítimos de los habitantes de su alfoz, de sus pueblos agregados. Y éso, no lo dudemos, es algo positivo. Debe existir debate en la vida pública, en la toma de las decisiones que afectan a la colectividad. Hay debate porque hay transparencia, porque los ciudadanos, informados, opinan y sus representantes trasladan esa opinión a los órganos correspondientes. La ubicación de un vertedero o de un centro de salud, la privatización o municipalización del servicio de aguas, la compra de un edificio para residencia de ancianos, todos son asuntos que deben ser debatidos por los vecinos y por las Administraciones públicas con competencia en la materia, para decidir con el mayor número de datos posible. Hoy —cuando aún oímos los ecos de los petardos y las voces de los leoneses en defensa de una minería que da luz a todos los españoles— percibimos mejor que nunca que no se pueden tomar las decisiones a espalda de los ciudadanos. Y si ésto se puede afirmar de «las grandes políticas de Estado» que muchas veces se justifican con complicados números o enmarañadas estadísticas o en normas que son aprobadas más allá de los Pirineos, cómo no va a ser cierto cuando las decisiones son tomadas en el ámbito municipal, por concejales con los que se juega la partida o con los que se ha rivalizado por una mujer en los años mozos.
Alejar la política municipal de los pueblos es algo que sí va contra los tiempos y, por supuesto, contra nuestra Constitución, que defiende entre otros principios el de descentralización de las estructuras administrativas. El paciente lector que haya llegado a este punto, quien probablemente puede coincidir con lo hasta aquí expuesto, estará pensando: «Bueno y ¿cuál es el problema de las Juntas Vecinales?» Y esta razonable pregunta tiene una respuesta, y es que las Juntas Vecinales, nuestros pueblos, van a tener un nuevo régimen jurídico en unos meses, pues está prevista la aprobación en las Cortes de Castilla y León de una Ley reguladora de la Administración local, norma que configurará las Entidades locales menores, su organización, competencias y recursos, y también su supresión. Nuestros legisladores autonómicos, nuestros procuradores en el castillo de Fuensaldaña, tendrán la palabra. En esta tesitura, y con la discutible legitimidad de quien es nieto y biznieto de Alcaldes pedáneos que lo fueron de un pueblín de la montaña de León y quienes me transmitieron el orgullo y la responsabilidad que reside en la facultad de que los pueblos puedan decidir sobre sus propios asuntos, expongo al amable lector las siguientes reflexiones sobre este particular.
El nuevo régimen jurídico, en primer lugar, ha de defender la continuidad como Administraciones independientes de las Entidades locales menores. Y el problema radica en que esta continuidad se pone en cuestión por algunos políticos que, por ejemplo, obstruyen la reconstitución de Juntas Vecinales disueltas durante la dictadura franquista —es el caso de las de Boñar— y que comentan —sólo en los pasillos— que hay que «reconducir» el enorme número de Administraciones locales que existen en nuestra provincia. Es cierto que en León se concentran la gran mayoría de las entidades locales de Castilla y León, e incluso de España. Los datos son los siguientes: en España hay 3.699 Entidades locales menores; en Castilla y León, 2.238; y en León, 1.245. Es decir, nuestra provincia tiene el 55’6 % de las Entidades locales menores de la Comunidad Autónoma y el 33’6 % del total nacional. Del análisis de estos datos, extraídos del último censo de entes locales del Ministerio de Economía y Hacienda, podemos constatar que León, como Cantabria, el País Vasco o Navarra —que son los otros tres territorios de nuestro Estado en los que se concentran estas Administraciones locales tradicionales—, presentan un paisaje administrativo muy diferente al de otras provincias como Valladolid, que sólo tiene nueve Entidades locales menores. Paisaje distinto, que no peor, sino todo lo contrario. Estos territorios poseen una riqueza cultural, un patrimonio histórico, unas instituciones públicas, que es necesario conservar y, en lo posible, desarrollar. Es difícil que un vallisoletano o un habitante de Sevilla, provincia en la que no hay ni una sola Entidad local menor, entiendan y tengan la sensibilidad suficiente para comprender lo que supone esta organización para la vertebración de la sociedad rural en comarcas en las que la población está diseminada en núcleos dispersos y con inveterada tradición de autogobierno. Los castellanos y, sobre todo, los leoneses, debemos ver en nuestras Juntas Vecinales, en nuestros pueblos, el rastro de nuestra cultura y, en la organización concejil, una de las mejores aportaciones de nuestros antecesores a la cultura administrativa de nuestro país.
Los pueblos deben estar dotados, primero, de personalidad jurídica propia; en segundo lugar, de una administración que aúne la tradición y la democracia y, en tercer lugar, de las competencias suficientes para satisfacer el pequeño núcleo intereses propios de los vecinos de ese pueblo. Si en todas partes soplan vientos de descentralización, si Bruselas se llena la boca con el principio de subsidiariedad, ¿no han de llegar estas modas a los humildes pueblos de León? ¿Sólo van a llegar los recortes de las cuotas lácteas, las correspondientes sanciones y las órdenes de cierre de nuestras minas? Existen —¡cómo no!—, argumentos contrarios al mantenimiento de las Entidades locales menores; unos son legítimos mientras otros no lo son en absoluto. Entre los primeros podemos encuadrar las tesis que defienden la supresión de las Juntas Vecinales porque multiplican las Administraciones locales, porque no son operativas y aumentan los gastos. A ello se puede responder que es bueno que haya Administraciones públicas cercanas al ciudadano, máxime cuando este ciudadano vive una remota aldea de Babia o de la montaña de Boñar, con unos problemas particulares, difíciles de comprender incluso por el Alcalde de su Ayuntamiento, cuya capital normalmente está mejor comunicada, más urbanizada que aquel núcleo aislado.
Lo que hace falta es voluntad de coordinación y no menor número de Entidades locales; León ya conoce de ejemplos en los que, no pequeños pueblos, sino grandes municipios se negaban a colaborar con el resto de las Administraciones, con los consiguientes perjuicios para sus vecinos y amplia propaganda para los ediles. Para las pequeñas necesidades de un pueblo sí son operativas estas pequeñas Administraciones y la mayoría de las veces tales necesidad se satisfacen de la forma más barata que existe, por medio de los trabajos comunales, la «facendera», otra institución intrínseca al quehacer público de nuestro campo. Esto no impide que si hace falta el concurso de las Administraciones «mayores» para la prestación de otros servicios o realización de obras, estas deban auxiliarlas adecuada y solidariamente.
Otros argumentos contrarios, que laten en algunas conductas de unos pocos, son aquellos que defienden la supresión de las Juntas Vecinales como medio para eliminar un órgano intermedio, molesto en la mayoría de las ocasiones ya que se opone a las decisiones de los Ayuntamientos, muchas veces con intereses opuestos a los de los vecinos de los pueblos del propio municipio. Así, algún alcalde prefiere tener sólo vecinos a su mando que no pueblos. Además, el patrimonio histórico de las Entidades locales menores —sus montes, sus aguas, sus eras comunales—, son apetecidos por más de un edil para sus grandes proyectos de desarrollo municipal. La realidad, siempre tan tozuda, parece volver a dar la razón a un ilustre jurista leonés, Vicente Flórez de Quiñones, quien en 1924 termina su libro «Los pueblos agregados a un término municipal en la historia, en la legislación vigente y en el Derecho consuetudinario leonés» con las siguientes palabras: «Existen otras muchas costumbres comunales, y algunas verdaderamente interesantes para el estudio de muchos puntos del Derecho civil, que significan, como las citadas en el curso de este trabajo, verdaderas supervivencias jurídicas. Pero, con las anteriormente citadas, creemos demostrada plenamente la absoluta capacidad de los pueblos agregados a un término municipal —hoy Entidades locales menores— para regirse por sí mismos, y la inutilidad de los Ayuntamientos en la montaña leonesa, donde no son más que unos organismos de verdadero lujo, pero innecesarios, y sólo beneficiosos, generalmente, a la capitalidad del término municipal».
Tengo plena confianza en que los legisladores castellanos y leoneses van a tener la sensibilidad suficiente para comprender las grandezas y las miserias de nuestro mundo rural; y puedan devolver el orgullo —si alguna vez se perdió— a nuestros pueblos, cuyos Concejos durante tantos y tantos años fueron escuela de democracia, dotándoles de una organización y competencias que dignifiquen su vida pública y no les condenen al silencio y olvido.